Adiós pequeña…

Elena Miñambre

Alexander Roujine se había propuesto llevar a cabo el crimen con una de las armas más letales creadas por el hombre. Letal y a la vez poco sofisticada, de una sencillez apabullante. Esa paradoja lo tenía subyugado. ¡Qué belleza en sí misma!
Había calculado los movimientos: localizar a su víctima en aquel cuadrante, situar el arma a la distancia correcta, ni un milímetro más ni un milímetro menos, agarrar con fuerza el artefacto de muerte y lanzarlo con toda la contundencia que puede dar esa descarga de rabia y repugnancia. Tras el fatal desenlace, una voz interior emitió una sentencia lapidaria: «Muy bien Alexander, ningún otro insecto díptero braquícero se atreverá a arruinarte tu leche con cereales».

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