Ana Yzquierdo
LA ESPERA
Tiró con fuerza del cordón. El mayordomo acudió con rapidez, pero frenó su carrera en la puerta al ver a su señor, ya cadáver, tendido sobre la cama.
Irene, con el llamador aún en la mano, le ordenó: “Llama al herrero”.
Ansiaba este momento desde que cumplió los veinte, cincuenta años atrás: el instante en que su padre muriera. Había sido él quien anclara, al muro de la entrada, la gran puerta de hierro de lanzas afiladas. Todo para que Dorian no pudiera saltar y entrar a cortejarla. Ahora, ella mandaría forjar refuerzos pulidos para techarlas.
Tras una semana, Irene aún no había recibido la visita de su enamorado. Perpleja, aferrada a los barrotes, escudriñó el callejón oscuro, parido por los edificios que achicaban su caserón. Al final del paso, la luz y la multitud nunca vivida. Gritó el nombre, “¡Dorian!”, y antes de subir a su alcoba, con una sonrisa pícara, dejó el portón de hierro entreabierto.